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De la ausencia y de ti (Escrito para Gabriel el 19 de noviembre de 2022)

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    “Y decirte que todo está igual: La cuidad, los amigos y el mar, Esperando por ti.”   Me decías de niña que era la hija que no habías tenido; que si tu hija hubiera sobrevivido al nacer ahora tendría una prima con la que jugar. Nunca llegué a saber lo hondo que era tu pesar, tu vacío, porque entre todos llenábamos sin saberlo ese espacio. Eras mi Madrina y la de Sergio y ahora ya no estáis ninguno de los dos y cada vez cuesta más llenar las ausencias que me han conformado como persona y, simplemente seguir adelante.   Había cogido ayer unas flores mediosilvestres y tenía encendida una velita de agua sin saber nada, porque sí, porque me apetecía. Ahora se han tornado un altarcito en la distancia, esa que mantuve últimamente porque quería, necesitaba recordarte llena de vida, dándote a los demás, riéndote de tanto y de tantos como te daba la gana.   Tenías la misma enfermedad que la abuelita Pilar y la misma que probablemente heredaré, así que juego con ventaja, tí

Sin miedo ya a los fantasmas

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  Tuve que renunciar al más bello de mis sueños y abrazar a la sinrazón como a una hermana para encontrar una voz propia, cansada ya de tanto mimetismo. Esta noche, más de quince años después, puedo sostener un libro entre mis manos sin temor a que me tiemble la voz o se me quiebre el corazón por los amores perdidos, los que nunca fueron verdad. Escribo en este breve lapso de tiempo a la espera de que mis conexiones neuronales vuelvan a unirse; ya sin vino ni rosas, pero también ya sin espinas. El día ha sido plácido y productivo, su noche lúcida. Los libros nuevos, propios en la elección y sin la carga de las dedicatorias que tornaba imposible su lectura. Doy largos paseos sin la urgencia de la competición que parece haberse instalado ya definitivamente en cada fragmento de humanidad. Las sociedades enfermas solo pueden dar el fruto que las califica. Y lo peor está aún por llegar, pero llegará, indefectiblemente, cargado de anhelos y servidumbres malograd@s. Como contrapun

Confluencias

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  -Menuda semanita- pensó mientras metía la llave en la cerradura de su nueva casa; la que hacía número trece y que esperaba fuera la definitiva. Había sido nómada sin proponérselo a lo largo de toda su vida, en su cabeza sonaba la canción de Franco Battiato “caminante que vas buscando la paz en el crepúsculo, la encontrarás al final de tu camino”. Una vida no exenta de sinsabores, pero también con no pocas etapas plácidas y felices. Había conocido el amor y el placer juntos y por separado y ahora que ya tenía en la mirada más cercana la contemplación de la vida que su participación activa, había decidido, sin embargo, enfrentarse a un nuevo proceso de decoración para poder llamarlo hogar. Atrás quedaban meses de interminable reforma y un largo y tórrido verano que no hacía mas que confirmar cada día con inexorable exactitud el cambio climático tantas veces advertido por la comunidad científica, tantas veces ninguneado. Se propuso comenzar por abastecerse de los útiles necesarios

Quiero ver amanecer

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  Cuando teníamos vacaciones en la infancia los mayores lo arreglaban para pasarlas en la playa y se repartían las tareas; si íbamos a visitar el Teatro Romano de Sagunto, aún sin polémica, al volver al apartamento mi tío Tonín   nos hacía hacer una redacción sobre lo que habíamos visto y en la que mi hermano sobresalía porque para eso se ha pasado la vida leyendo, si íbamos a pescar, mi primo Toni pescaba un pulpo con el pie ayudado por mi padre, si nos quedábamos encerrad@s en una habitación y no podíamos salir, mi madre encontraba la manera de abrir la puerta y si hacían vaquillas y nos escapábamos a verlas, mi tía Isabel ejercía su indulgencia al tiempo que nos informaba del peligro. Algunos años había paseo al atardecer y podíamos escoger para merendar o helado o mazorca, mi primo Sergio y yo si pedíamos helado siempre optábamos por un cucurucho mediano de limón. Quedó como ritual, como anécdota y como chiste que mi tío dijera después de cenar que se iba a acostar pronto porqu

Tía, eres tan bonita

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No sé si sabías jugar al ajedrez, creo que una vez me dijiste que sabías mover las fichas. Beng Ekerot siempre gana la partida y tú ya habías movido tus fichas sin resistirte, asumiendo el final del combate sabiamente: esa es la gran victoria. El año pasado, aún viviendo yo en Valencia me hiciste en patrón de un vestido que no está concluso, pero que es de color blanco, que es la ausencia de los colores y es el luto en el rito islámico. Me invitaste a comer y estuvimos hablando en la sobremesa de tus memorias de infancia, de la Guerra, de cómo tu madre, la tía Leonor, os iba adelantando a pequeños pasos a vosotr@s y a vuestra maleta camino del andén que os había de llevar a destino, Cuantísima gente desbordando los vagones. Más adelante la abuelita Pilar, que te acogió como a una hija y que juntas desplumabais el pollo para que el abuelito se luciera haciendo la paella cuando había motivo de celebración. Pueblo, huerta y vida. El vestido también fue motivo de remembranzas,

The best friends

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Pidió bravas y ensaladilla rusa en uno de esos miles de bares que no habían cambiado absurdamente el nombre a la receta y sabiendo que iba a gozar mínimamente de esas tapas porque sus amigas se empeñarían en que probase otras cosas, lo hacían con la mejor de las intenciones, un tópico más que añadir a la carpeta de riesgos sociológicos del vegetarianismo; no se lo tendría en cuenta, estaba demasiado emocionada con el reencuentro, comería cualquier cosa, pero tampoco era necesario que el camarero le plantara a escasos milímetros de su plato la ración de morro. Mayoritariamente se aprobó sangría así que cogorza asegurada, pensó. Cómo se alegraban de volver a verse. El tiempo las había embellecido y dotado de sabidurías nuevas; la mayoría habían sido madres, pero aquella noche, en los relatos no era necesario expresar su amor por las crianzas en primer término. Bromeaban con la edad a cada momento; se conocían desde hacía décadas, varias décadas, alguna desde el colegio. No todas habían i

Salitre

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    Estaba realmente triste. Pensó que el mismo tranvía que le llevaba a la obligación bien podía acercarle a la playa de la Malvarrosa a quitarle las penas y el mal sabor de boca de ese día aciago. No importaba el día siguiente, para nada pensó en el día siguiente; seguía un impulso y su amiga por teléfono le hizo reflexionar, aunque, bueno, tampoco pensaba volver a las tres de la mañana. Solo quería sacudirse un poco el calor y la ascopena que se le habían pegado al cuerpo como una lapa del tamaño del Cañón del Colorado. Llegó a la hora en que l@s últim@s remolones apuraban la cuerda al reloj de sol y preguntó desorientada a dónde dirigirse para tomar algo. Enfiló y encontró que una pareja de turistas dejaba hueco a la orilla de la arena. “Miel sobre hojuelas”, pensó y encontró la manera de no saltarse excesivamente la dieta, recordando las palabras de su Nutricionista favorita “Hay que vivirr”, desterrando así la culpa de su cerebro, esa canalla rencorosa e inútil como el vera