Quiero ver amanecer
Cuando teníamos vacaciones en
la infancia los mayores lo arreglaban para pasarlas en la playa y se repartían
las tareas; si íbamos a visitar el Teatro Romano de Sagunto, aún sin polémica,
al volver al apartamento mi tío Tonín
nos hacía hacer una redacción sobre lo que habíamos visto y en la que mi
hermano sobresalía porque para eso se ha pasado la vida leyendo, si íbamos a
pescar, mi primo Toni pescaba un pulpo con el pie ayudado por mi padre, si nos
quedábamos encerrad@s en una habitación y no podíamos salir, mi madre
encontraba la manera de abrir la puerta y si hacían vaquillas y nos escapábamos
a verlas, mi tía Isabel ejercía su indulgencia al tiempo que nos informaba del
peligro.
Algunos años había paseo al
atardecer y podíamos escoger para merendar o helado o mazorca, mi primo Sergio
y yo si pedíamos helado siempre optábamos por un cucurucho mediano de limón.
Quedó como ritual, como
anécdota y como chiste que mi tío dijera después de cenar que se iba a acostar
pronto porque quería ver amanecer en el mar al día siguiente. Ni un solo día lo
consiguió, vencido por el sueño y por el cansancio acumulado de todo el año;
pues para eso son las vacaciones, para descansar y disfrutar, para eso se luchó
colectivamente por adquirir ese derecho: vacaciones pagadas y disfrutadas y no
la trampita empresarial de comprarlas a cambio de renunciar a ellas.
Derecho que no se defiende,
derecho que se pierde -esto lo supe después y conviene no olvidarlo-.
En otoño se celebraba la
Fiesta del PCE en la Casa de Campo de Madrid. El año que Dolores Ibárruri llegó
a España del exilio allí estábamos nosotr@s. No la vimos, pero escuchamos
declamar a la Pasionaria a su avanzada edad.
Ese año, al regreso de la
Fiesta hubo un accidente del autobús de Murcia y ya en casa nos enteramos por
las noticias en el televisor en blanco y negro; inmediatamente pensamos en mi
tío Pepito que también había acudido a Madrid desde allí. Teníamos el corazón
en un puño, lo buscábamos en las imágenes que la televisión ofrecía. Hubo muert@s
y no teníamos forma de saber hasta que sonó el teléfono: Él no iba en el
autobús, se había quedado en Madrid ayudando en las tareas de desmontaje de la
caseta.
Fue mi primer encuentro con la
Parca y con la fragilidad humana.
Ahora, este verano, he visto
casi todos los amaneceres desde la ventana de mi nueva habitación, mis
vacaciones se prolongan demasiado, pero en una ocasión en Valencia, me permití
el lujo de comprarme un cucurucho mediano de limón y tenía el mismo sabor, lo
que es de agradecer dado el precio desorbitado para residentes.
Fotografía de archivo (El abrazo de la china, Russafa)
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