El pan del pueblo
Para
que comiéramos pan del día en el almuerzo del colegio mi madre me mandaba a
comprar el pan a casa de Lucía la del pan, o si se nos hacía tarde, a la
panadería de Vicenta, que estaba más cerca. Mientras acabábamos de arreglar
nuestras cosas y esperábamos a que
nuestros primos llamaran al timbre para irnos tod@s junt@s, mi madre
preparaba el almuerzo, que no sabíamos de qué estaba hecho hasta que sonaba el
timbre del recreo; siempre mucha mezcla de fiambre y nunca de Nocilla, como
deseábamos.
Para
el fin de semana dejábamos la bolsa del pan en el horno de Domingo los sábados,
y yo me ofrecía voluntaria para ir a recogerlo porque en ese horno olía muy
bien y hacían unas enseimadas espectaculares; no con azúcar glas sino con
azúcar en grano, era su hecho diferencial. Las recuerdo porque si salíamos mi
madre y yo por la tarde a comprar un costurero y un bastidor a casa de Miret y se hacía la hora
de merendar, entrábamos en casa de Domingo y me compraba una con chocolatina de
Lingotín incluída; y yo flipaba con los reclamos de cien colores y los pequeños
dulces, que llamaban tanto mi atención que mi madre tenía que llamarme por mi
nombre en voz alta para que volviera a la realidad.
Por
ejemplo un costurero y un bastidor para aprender a bordar porque así lo había
mandado la maestra, y aunque la transición ya era un hecho y el franquismo
cedía espacio por fuerza de las urnas, por fuerza del empuje y del júbilo del
PCE, que logró cerca de dos millones de votos junto con el PSUC, mil veces
traicionado, y que aglutinaban en la calle el mayor tejido social vivido desde
el Frente Popular; la maestra se empeñaba en enseñarnos a bordar y a los chicos
a pegar botones para cuando fueran a la mili.
Nosotr@s
nos dábamos cuenta de que los tiempos estaban cambiando y cantábamos muy
conscientes a pleno pulmón en el recreo: Franco, Franco, que tiene el culo blanco
porque su mujer lo lava con Ariel…
Y
eso nos daba fuerza para aguantar la vida con es@s maestr@s que el Claustro nos
había dado. Eso y que mi madre llegó a casa un día del mercado con una cinta de
La Internacional y la poníamos en un radiocasete comprado en Andorra a todo
volumen y con todas las ventanas de par en par. Nuestras pequeñas
transgresiones.
A
veces, según se acercaba el verano, me quedaba a dormir en casa de mi tío
Paquito y mi tía Maruja en Valencia. Funcionario de Justicia, él, y en
ocasiones Juez de Paz; Maestra ella, que no llegó a ejercer por acuerdo tácito
en su matrimonio: él trabajaría fuera de casa y ella se ocuparía de la vida
doméstica. Transmitiría el saber acumulado igual que Piaget, igual que
Montesori y me haría ranitas y pajaritas de papel en Nochebuena. Entre tanto, y
como yo era muy dormilona; hecho conocido por tod@s porque tod@s me habían
visto nacer y sabían cómo me las gastaba; mi prima Eva me despertaba con la
pluma de algún ave haciéndome cosquillas en la nariz y con el desayuno
preparado, pequeños placeres hasta entonces desconocidos, a hurtadillas de la
Burguesía y de la Santa Madre Iglesia.
Hoy
la panadería de Vicenta, que era su casa está en ruinas; la hija mayor de Lucía
la del pan se casó con el hijo de Domingo y entre los dos siguen dejando a
generaciones de infantes con la boca abierta gracias a sus enseimadas y a sus
dulces de chocolate.
Y
en ocasiones ya nos da igual que el mundo solo conozca desgracias, es la
condición humana, porque nosotr@s ya hemos vivido, hemos vivido para contarlo.
Dejamos
este testimonio y poco más: cuatro barras para congelar.
Fotografía: @Crisangu72
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