Humedades

 




Escribía todavía mojada sin tiempo para cambiarse de bragas. La gata a sus pies en la cama se lamía el sexo y desde en fondo de la casa podía escucharse la radio.

Apenas un par de días para acabar con la obligación que le había traído de vuelta a la ciudad; sí, dos días malcontados y sería de nuevo libre; lo sería realmente? Todavía era una incógnita que le latía hasta el paroxismo después del ardiente sexo telefónico al que, admitámoslo, había sucumbido. Un sexo tan lejos tan cerca, un sexo nuevo, diferente; tenía que probarlo todo, con rabietas incluidas , un buen número de audios en los que él le suplicaba que le hablase, que le dejase escuchar su voz, le tocó la fibra. Accedió. A los audios siguieron los vídeos y el deseo atravesando la pantalla le salpicó los pechos. Qué? De repente el silencio lo inundó todo. Se acabó en un abrir y cerrar de ojos y la soledad la violentó tanto que la volvió vulnerable.

Se sintió presa, maniatada y empezó a escribir para tomar las riendas, para discriminar entre la maraña pegajosa que manaba de su cabeza, lo auténtico de lo impostado. No podía pensar con claridad, no podía sentir  más allá de la confusión y tampoco podía salir a despejarse. Miró la predicción metereológica para el día siguiente, no habría lluvia, podría dar un largo paseo y ese pensamiento le ayudó a reunir el coraje para salir de la habitación y preparar la cena.

Soñaba y ansiaba la soledad de la mañana siguiente tanto como detestaba la soledad de ahora.

Cenaría en la distancia interpretando un papel que le jodía bastante: la normalidad o al menos esa normalidad de puritanismo yankee que impregnaba toda la casa, no estaba hecha para ella; era más del pensamiento de C. Morales cuando decía que no hay puta más peligrosa que la que no cobra: folla, pero no cobra.

Necesitaba tiempo y sosiego; dos cosas que no podía tener en ese momento. La gata vino a que le rascara la cabeza.




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