Por Soleá
En
los múltiples y variados talleres que se impartían en L’Ateneu Russafa estaba
el de guitarra flamenca; efímero taller dirigido por Faelo en el que nos dió tiempo de aprender la base de la Rumba y la de los Tangos antes de que nos
abandonase rumbo a Italia detrás de unas faldas. Nunca más supimos de él y nos
quedamos con nuestras guitarras y nuestras ganas; la mía era prestada, la
guitarra, no las ganas, así que quedé huérfana sólo a la mitad.
Con
el tiempo pude comprarme una guitarra para zurdas y llegué a tener un joven
profesor particular que me enseñaba los acordes básicos para los que mi tiempo
era claramente insuficiente: trabajaba siete días a la semana y el poco tiempo
libre que tenía lo dedicaba a reponer fuerzas para el día siguiente. La
histórica reivindicación de ocho horas de trabajo, ocho horas de descanso y
ocho horas de tiempo libre se la pasaba el Alcalde de mi pueblo por el forro de
los cojones. Cuando al fin tuve tiempo escaseó el dinero; esta vez me quedé con
la guitarra.
Hoy,
ahora, no tengo ni dinero ni guitarra, sé dónde está, pero me resulta imposible
conseguirla. El tiempo hace extraños giros de guión en los que la protagonista
no puede demostrar lo que valen sus cuerdas, lo que vale su alma.
Fotografía: @Crisangu72
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